Durante las pasadas Fiestas de San Juan y San Pedro en la ciudad de León, se realizó un Paseo Romántico, lo que viene ya siendo una tradición, con diversas intervenciones entre las que se produjo, en la zona del Palacio del Conde Luna, la de nuestro amigo y compañero Hermenegildo, Abad de la Real e Imperial Cofradía del Milagroso Pendón de San Isidoro.
Como quiera que la misma estaba centrada en la celebración, este año, del 950 Aniversario de la Traslación de los restos de San Isidoro a León, la copiamos a continuación para unirnos así al sentido homenaje brindado al :
Difícil imaginar desde nuestra perspectiva actual y limitada, aquel, tan solo en apariencia, lejano día del 21 de diciembre de 1063. Sin embargo, los acontecimientos ocurridos y que, con harta limitación trataré de narrarles, alterarían para siempre el devenir del Reino de León, hasta tal punto que de sus muy diversas y, sin duda, positivas consecuencias aún seguimos beneficiándonos.
Aquel sí que iba a ser un acontecimiento histórico para quienes ni siquiera eran conscientes de estar haciendo historia, a cada latido de un nuevo despertar. A pesar de las muchas crónicas sobre lo acontecido esa gloriosa jornada evoquemos, simplemente, lo que recoge un cronista del siglo XII llamado Ipaz. Según él, este hecho sería de tal grandeza que no se encontraban “precedentes en muchos siglos en la historia de León”. Y recuerden; ya se habían coronado varios reyes y hasta celebrado grandes victorias, como la de Simancas, en tiempos del gran Ramiro II. Ni aún posteriores, podríamos ya afirmar, con la perspectiva de los siglos, salvo la coronación del Emperador Alfonso VII o la convocatoria a Cortes que nos ha confirmado recientemente como cuna del parlamentarismo. Hagamos votos, no obstante, para que la noticia y sus consecuencias trasciendan.
Y si aquel buen monje lo calificaba de glorioso es, sin duda, porque, el deseo largamente acariciado se iba a convertir, para el Reino y sus moradores, en una realidad tangible. El Santo Isidoro se encontraba ya frente a los muros de la urbe regia, justo a la entrada de la desaparecida Puerta del Arco de Rey, el viejo arco de la Puerta Decumana empotrada en la parte central de la muralla que mira al Sur, no lejos, precisamente, del lugar en el que ahora nos encontramos.
La última parte de la ruta se había cubierto más sobre las alas de la esperanzada ilusión, que a lomos de aquellos caballos que, según la promesa, ya nadie montaría nunca más. Con toda probabilidad habrían pasado una corta noche de descanso en alguno de los monasterios del alfoz leonés o de sus cercanías; puede que próximo al Alto del Portillo, donde la toponimia recoge el nombre de San Isidoro y en los viejos escritos figura también la existencia de una cruz que marcaría, al parecer, el lugar exacto del reposo.
Es más que seguro, asimismo, que antes de entrar en la urbe regia y para preparar los grandes fastos que se avecinaban, los cuerpos santos hicieran una parada en el que pasaba por ser el monasterio más antiguo de la ciudad, el de San Claudio, hijo, que le decían, de San Marcelo, situado en el extramuros sur. Este monasterio, producto de una iglesia fundada, al parecer, ya en el año 160 había dado origen, en el 540, a un monasterio donde se cobijaban multitud de reliquias, desde las de San Claudio y sus compañeros de martirio hasta las de San Vicente.
La vinculación y, por lo tanto, el paso obligado por el mismo podríamos justificarlos hasta por razones familiares; el padre Eloy Díaz Jiménez y Molleda, en su
Historia del Monasterio de San Claudio, refiere que el hermano de San Isidoro, San Leandro, residió un tiempo en el mismo y hasta lo habría restaurado y revitalizado, por el año 566.
Destruido varias veces, un gran impulso en su recuperación primera lo dio el rey Ramiro II, “el Invicto”, en el año 938, cuatro después de la gran victoria de Simancas, pero los privilegios reales continuaron hasta hacer de él uno de los más poderosos, con mayor número reliquias y hasta de acontecimientos milagrosos ocurridos en el mismo. Se cuenta, por ejemplo, que Almanzor cometió la torpeza de intentar violentar las puertas del monasterio sagrado y tuvo que ver, de manera instantánea, reventado su caballo. ¿Por qué no pensar entonces que pudo servir de receso para nuestros santos?
Sea como fuere, y recuperando el hilo de nuestra crónica-ensoñación, señalaremos que ya la gente se hacinaba en las calles por las que transitarían las benditas reliquias hasta la antigua iglesia de San Juan Bautista y San Pelayo que pronto cambiaría de nombre para adoptar el del santo sevillano: así se percibía por la vía de Escuderos, el cruce con la antigua Via Principalis romana y la calle que conducía directamente a la iglesia palatina que llevaría por muchos años el de Camino de San Isidoro. Los hechos que narraremos a continuación impondrán, sin embargo, una solución bien diferente.
Según se desprende del relato de los mismos, el propio Rey Fernando I y sus hijos, D. Sancho, D. Alfonso y D. García, portaban descalzos el santo cuerpo; como aquellos antiguos sacerdotes judíos el Arca de la Alianza. El mismo venía envuelto en blancos linos y guardado en un arca de reliquias que aún, por suerte, conservamos, bien a pesar de la sistemática rapiña que los siglos han permitido en la santa casa isidoriana.
Pero debemos referir aquí también, puesto que en estos lugares los sitúan las crónicas del traslado, una serie de hechos extraordinarios, comenzando por el primer milagro del santo en su entrada triunfal en la urbe regia. Al parecer, entre la muchedumbre que casi bloqueaba la puerta de la muralla y las calles adyacentes, pudo abrirse paso un ciego, por nombre Eusebio, que alcanzó a tocar las andas que portaban el santo cuerpo. Su fe era tan grande que, en aquel mismo momento, sus ojos se abrieron y comenzó a dar gracias a Dios y al Santo a grandes voces. Visto lo cual, y en palabras del Tudense, “el pueblo comenzó a alabar a Nuestro Señor Jesucristo y al Confesor San Isidoro (...) magnificando su gloria”.
Este suceso milagroso no fue, sin embargo, el único; el propio camino hasta la urbe regia había quedado ya sembrado de prodigios; sin duda como correspondía a un santo tan excelso y a un defensor elegido para patronear el reino más importante de la Península. Si hemos de creer en las crónicas, también en esos momentos, y ante semejante gentío, se obrará el segundo de los referidos sucesos extraordinarios en su llegada a la corte. Se trata del que nos remite a la intervención del Abad de Silos, Domingo, cuya vida le mereció ser elevado más tarde a los altares. Ante el dilema del lugar que debía ser elegido para custodiar los cuerpos santos que, según sabemos, portaba la comitiva real, San Isidoro y San Alvito, el venerable Abad Domingo, después de rogar a Dios, hizo que colocaran los restos en los mismos caballos que los habían transportado y pidió que los dejaran solos. Los que portaban a San Alvito fueron derechos y sin dudar hacia la Catedral; sin embargo, sobre los que llevaban en sus lomos a San Isidoro hay versiones diferentes, aunque todas ellas sobrenaturales: una les hace sumergirse en una laguna de la que salen ilesos varios minutos más tarde y bien a pesar de haberlos visto todos los presentes sepultados por entero; pero hay otro relato más asombroso aún. El Santo Isidoro habría manifestado a Santo Domingo su especial interés en acompañar con su
presencia el entierro de San Alvito, por lo que habría sido llevado también a la Catedral. De ella saldría, al día siguiente, una vez llevado a cabo el sepelio del santo obispo y bendecida la iglesia donde serían depositados sus restos.
Así, entre momentos de silencio respetuoso, y otros en los que la admiración se desborda en gritos de emoción contenida, el arca santa sería llevada hasta la vieja catedral románica, ese inolvidable 21 de diciembre del referido año de 1063, en solemnísima procesión, encabezada por la familia real al completo y en la que participaban los obispos de Astorga, de León, de Iria Flavia, de Calahorra, de Lugo, de Mondoñedo y de Palencia; también los abades de Silos (el referido Domingo), de Oña, de San Pedro de Eslonza, de Cardeña, de Ante Altares, de Samos, de Compostela, además de otros representantes del clero, Condes de Palacio, Grandes Señores del Reino, altos militares y un gentío innumerable de los lugares más insospechados y alejados del Reino, todos ellos dando gracias y entonando himnos y alabanzas.
Hasta aquí una mezcla, quizás a partes iguales de elementos probados, probables y otros que la lógica más elemental sugiere. Sin embargo podemos también corroborarlos si recordamos ahora lo ocurrido 457 años más tarde y en un contexto más que próximo a los hechos que referimos. El 31 de marzo de 1493, los religiosos del monasterio de San Claudio tuvieron el privilegio de ser los primeros en recibir, en la ciudad de León, apenas un poco más crecida que en la época de la llegada del Santo Isidoro, las reliquias del que hoy es el patrono de la ciudad, San Marcelo. Llegadas allí, desde su primer reposo en Tánger, fueron recogidas por dicha comunidad de monjes y, en aquel santo lugar, se organizó una solemnísima procesión en la cual la máxima responsabilidad recaía sobre los canónigos de la Santa Iglesia Catedral, los corregidores de la ciudad y sobre el propio rey presente en los actos, curiosamente otro Fernando I, en este caso
de Aragón. Relatan las crónicas que dichas reliquias fueron trasladadas, custodiadas por los grandes de España y al son de música de trompetas, chirimías y tambores. ¿Por qué habríamos de imaginar menos para el santo Arzobispo sevillano que ejercería en el futuro como Patrono del Reino?
Pero al lado de esta pregunta que es también una justificación de nuestros argumentos, surgen otras que necesitarían encontrar respuestas coherentes y que compondrían la trama sobre la que apoyar esta reflexión, si hubiera tiempo para ello. Porque, ¿qué fuerza se le supone al Reino de León, casi destruido por Almanzor apenas 60 años atrás, para imponer al “infiel” cualquier tipo de tributo, incluyendo la entrega de reliquias? ¿Y en quiénes confiaron los reyes Sancha y Fernando para llevar a cabo la misión de bajar hasta Sevilla y traerse el cuerpo del Doctor de las Españas? ¿Qué camino pudo seguir esa delegación, tanto en el viaje de ida, bastante evidente, como en el de vuelta, no tan claro, y cuáles fueron realmente los acontecimientos ocurridos en la vieja Híspalis? Y, por cierto, ¿cuál podría ser la causa última para traer otras importantísimas reliquias a la ciudad de León cuando ya se contaban por centenares, algunas tan valiosas como la mandíbula del Bautista o el cuerpo del pequeño Pelayo, martirizado en Córdoba en el año 925 y todo un icono para la época? ¿No podría entenderse con este gesto un intento de rivalizar con Santiago de Compostela y hasta de certificar con hechos esa vocación de recuperar, desde León, el imperio de los godos y la deseada unidad hispánica?
Estas son, sin duda, algunas de las cuestiones que, desde antiguo, han intentado resolver los estudiosos del Traslado. Demasiadas preguntas, no obstante, para el escaso tiempo que se nos asigna en este tipo de intervenciones. Más, con su benevolencia, no me gustaría cerrar esta participación sin esbozar algunas respuestas y desmontar algunas fabulaciones; todo ello, entre la historia conocida y la realidad imaginada.
Parece ya suficientemente probado que la legación leonesa salió, un día del verano del mismo año 1063, de Mérida, donde había tenido lugar la entrevista entre Fernando I y el rey de Sevilla Almotádid que se compromete a pagar cuantiosos impuestos y a ceder a los leoneses uno de los cuerpos santos enterrados en Sevilla, a cambio del compromiso, por parte de estos, de no llevar nunca más ataques contra su reino.
Está demostrado también que los máximos responsables de esta singular embajada eran los obispos de León (Alvito que muere pocos días después de encontrar el cuerpo de San Isidoro) y de Astorga (Ordoño), siendo el encargado de la custodia militar el famosísimo conde Munio Muñiz, al mando de un nutrido cuerpo de ejército, que D. Antonio Viñayo cifra en no menos de 700 soldados, y en el que figuraban también varios nobles de la más absoluta confianza del soberano.
Pero aprovechemos la complicidad de esta noche para echar abajo, de una vez, el mito de que el cuerpo santo que se pretendía traer hasta la urbe regia era el de la santa virgen Justa, patrona, por cierto, de Sevilla. Muy pocos siguen apoyando ya, a día de hoy, esta bella leyenda que viene a adornar los hechos del momento. Los obispos Alvito y Ordoño saben muy bien lo que buscan, dónde deben encontrarlo y cuáles son los deseos y necesidades del Reino que intenta, una vez consolidada su importancia sobre el resto, constituirse en faro y guía de la unidad peninsular, doctrina que, en el futuro, se denominará goticismo y cuyo representante más eximio había sido el propio San Isidoro: “el más santo de los sabios y el más sabio de los santos”.
No les narraré tampoco los acontecimientos milagrosos que se producen desde la apertura misma del sepulcro del santo ni la muerte anunciada del Santo obispo Alvito ni las sorprendentes y contradictorias reacciones del rey Almotádid, ni tan siquiera el camino desde Sevilla a León que está plagado de misterios y leyendas. Tiempo y ocasión habrá, con el permiso de la municipalidad y el del Santo Isidoro. Ahora solo me resta agradecer su atenta escucha y emplazar a todos ustedes, como Abad de la Imperial Cofradía del Pendón de San Isidoro, a participar en otros muchos actos que, con motivo de este singular acontecimiento de la Traslación de las reliquias de nuestro santo
protector se organizarán aún en este medio año que nos resta. Muchas gracias,
buenas noches y que siga el paseo.