domingo, junio 23, 2013

I Recreación Legio VI Victrix

Ayer, sábado, 22 de Junio, la Federación de Asociaciones de Vecinos "Rey Ordoño de León", organizó un recorrido poético contemplativo por los restos romanos de la ciudad de León bajo el título mencionado y durante el que se leyeron las siguientes intervenciones que copiamos a continuación para quienes no pudieran seguir todo el recorrido.:

“En el principio”
 Paseo por el barrio romano / Santa Marina



SANTA MARINA / PRESENTACIÓN

A la abrigada de este sagrado rincón, cuyo patrocinio le ha sido encomendado a la santa pastora gallega Marina, comenzamos hoy un paseo diferente, en el que, al amparo de la convivencia vecinal, intentaremos bucear en nuestro pasado, en persecución de unos recuerdos, apenas esbozados entre piedras humildes, pero no por ello menos venerables. Invocamos y, si prestáis atención, escucharemos el rumor persistente, aunque débil, de nuestros ancestros, intentando, como siempre conocer algo más sobre ellos. Es este un deseo atávico de saber, de seguir ejerciendo y ejercitando esa condición humana de la búsqueda del conocimiento, de escarbar entre los jirones de este barrio, bajo la capa de varios siglos amontonando modernidades y sumando ignorancias, cuando no desprecios y destrucción; buscando, sí, a veces afanosamente, unas señas de identidad, un certificado de existencia que venga a reconciliarnos con el pasado.

20 siglos de historia de nuestra ciudad, solemos decir... Pero ¿qué son veinte siglos en la vida de un pueblo que escudriña en el desconocimiento de sus orígenes? Para algunos, hojarasca; quizá, juguete de los vientos de las modas, unas pocas ruinas; sencillamente, nada. Para otros acaso solo la suma de otras tantas tragedias individuales, reseca la piel, curadas las heridas y dormidas en el tiempo.

20 siglos atrás, bajo estos mismos cielos, en un día como este, la vida, aunque no seamos capaces de imaginarlo, se abría paso entre los trabajos, las dificultades, los sueños y las esperanzas de unos hombres que acababan de añadir un nuevo raigón al árbol de la vida, nos regalaban un nombre para la historia y forjaban el primer eslabón de una cadena que aún hoy nos atenaza; algunos lo denominan “las raíces”; otros lo califican, simplemente, como el amor a la Tierrina, la llamada telúrica de la diosa madre... ¿quién sabe?

Estamos, según todos los indicios y a pesar del error del monje y astrónomo, Dionisio el Exiguo, a la hora de trazar el calendario cristiano, en el año 740 de la fundación de Roma. Y ¿qué estaba sucediendo ese año en el limes occidental del imperio romano? Hagamos, para situarnos y aventurar respuestas, un poco de historia.

Lo que para algunos son, simplemente, los alrededores de la penúltima decena del siglo I antes de Cristo, para otros comienza a concretarse en el año 29, comienzo, según todos los indicios, de las guerras astur-cántabras. Con una diferencia mínima, entonces, podemos afirmar que la elección de estas tierras para fijar el campamento, más o menos estable, de una o varias legiones de las que participaron en la contienda tiene lugar por la misma época.

Basándonos, pues, en esta premisa, el paseo que hoy aquí comenzamos intentará ir al encuentro de los primeros legionenses, los primeros vecinos de esto que más tarde sería la urbe regia e incluso la capital imperial de un reino que marcó el devenir de la Península Ibérica. Esta intervención intentará hacerles llegar la traslación de unos hechos y la fabulación de algunos otros, y estará vertebrada en torno a unos ejes que podríamos denominar los componentes esenciales de la existencia del ser humano: el misterio necesario que le libera de las ataduras terrenales, el agua en representación de los 4 elementos primigenios, los hombres, sus obras y los problemas diarios que aquellos deben afrontar.

Estamos, pues, “en el principio”, en el principio de nuestra historia como ciudad y en el principio de un camino cuyo final aún no se ha escrito. Esperemos.


EL MISTERIO /LOS PRINCIPIA
(Plaza de San Pelayo)

El tiempo se aquieta y se apacigua en el recodo de este humilde callejón, hoy llamado de San Pelayo. Un estremecimiento, una emoción apenas contenida, sacude a cuantos pasean, especialmente en la noche, sintiendo que están, un punto profanando el pesado e inquietante silencio de estos santos lugares.

Bordeando el abismo de la historia, el hilo de la leyenda gana ya la partida al raciocinio. Lugares hoy bendecidos, al reclamo de un joven mártir, canjeado por su tío el Obispo Hermogio de Tuy y, posteriormente, sacrificado al capricho de un califa cordobés.

Hoy en día, el joven Pelayo viene, incluso, siendo confundido con su tocayo, símbolo perenne de este modesto barrio, guerrero en piedra que, algunos cientos de metros más al norte, mantiene desde antiguo su puesto de vigía sobre la única puerta que se negó a seguir el ejemplo de sus hermanas y se mantiene en actitud desafiante a la edad y a las adversidades.

El doblete de San Pelayo, calle y plaza de resonancias canongiles, antaño Monasterio de San Miguel, lugares humildes, si los hay en esta ciudad, venía guardando celosamente el recinto más sagrado de los orígenes. Los muertos, como los mejores guardianes, protegiendo este legado con sus propios cuerpos, han velado su sueño hasta encontrar el momento propicio para mostrar sus tesoros. Parecíamos preparados para asumirlo y para comprenderlo.

El caminante tiembla; no es temor irracional ni simple producto del miedo a lo desconocido; es el misterio lo que le sobrecoge. ¿Qué secretos ocultan estos desgarrones, motivo de escándalo, de protestas ciudadanas y de controversia todavía no resuelta después de años?

El Genio de la Legio, resucitado de un sueño de siglos, arrastra ahora su pesadumbre y su nostalgia en medio del silencio ominoso y el desprecio de las modernidades. Hay quien apunta que le han oído gemir en las noches de lluvia, cuando ya nadie se aventura por estas rinconadas...

Ahí están; estos son, sin embargo, los cimientos, la piedra angular del siempre recurrente fortín de la Legio, el lugar donde, amparados por la trascendencia, se arrebujan miles de deseos, de súplicas, de quejas, de miedos y de esperanzas; también, sí, de ambiciones y de intrigas de aquellos que, en el principio, hombres al fin y al cabo, levantaron sus ojos y sus corazones a lo alto e imploraron a unas divinidades hechas a la medida de sus anhelos, de sus problemas y de sus necesidades.

Eran los tiempos de una inflación de dioses que venían a sumarse al ya colapsado panteón autóctono; cultos a Bodo, Candamo, Teleno o Deganta, se mezclaron con los recién llegados a Júpiter o Diana, sin olvidar aquellos otros (a Isis, Osiris o Mitra) importados desde Oriente y que estaban alcanzando gran predicamento por todo el imperio. Terribles o humanitarios, protectores o perversos, avaros o dadivosos, entregados cada uno a su causa…; todos ellos requeridos en los momentos difíciles de la existencia.

Nos persigue la inseguridad en la ubicación de algún templo, sin duda oculto bajo los sagrados muros de la Basílica isidoriana o aún en lugar inexplorado de las cannabae leonesas para las que, en eterna cantinela, se nos repite que no hay dinero; pero aquí, caminando ahora a la altura de los ojos de un emperador elevado sobre su pedestal de mármol, suspendidos en la nada de los siglos, apenas vislumbramos, en virtuales recreaciones, la magnificencia de este lugar, el más venerable del campamento. Guardián de los símbolos sagrados, aposento de emperador reinante en piedra, custodio del tesoro, refugio de las águilas, rincón de las insignias orgullo de vexilarios, tribunal de justicia y centro neurálgico del campamento; reclamo de todas las miradas, cruce de todas las vías y de todos los deseos; aquí yace, semienterrado, esperando un veredicto.

Este es el corazón de nuestra ascendencia legionaria que reclama, con débiles latidos, es verdad, otra cosa, sin duda, que una complaciente o resignada eutanasia. Los vientos del presente señalan otros rumbos; el respeto al pasado y la dignificación de los orígenes parecían haber ganado la batalla a las piquetas de antaño, a las excavadoras de hogaño y a la especulación siempre presente.

No parece oportuno, aquí tampoco, reeditar el drama de Edipo, asesinando, en ceremonia de catarsis colectiva o en vergonzosa maquinación privada, a aquellos a los que debemos incluso nuestro nombre. No sería juicioso reincidir en equivocaciones pasadas que tanto criticamos.

Nada sabemos aún sobre el momento en el que se llevó a cabo su construcción primera, ni su remodelación en la época Julia-Claudia pero, dejadme que deduzca al amparo de este cómplice paseo; no sería atrevido aventurar que esta segunda pudo hacerse alrededor del año 25, una vez decidida ya por Tiberio la ubicación definitiva de la Legión VI que controlará por el sur a los siempre levantiscos astures y que controlará la explotación de la mina de oro más importante del imperio: las Médulas.

Sigamos adelante.


LA VIDA / LAS TERMAS
(Plaza de la Catedral / La cripta)

Año 31 del reinado de Tiberio; desde hace cuatro ya, el tirano y deshonesto emperador de Roma, hastiado de la vida en la corte, vive, revolcándose en su propia inmundicia en la isla de Capri, de ahí el apelativo de “el viejo caprino”.

Nuestro péndulo gira, de nuevo, persiguiendo su eterno destino.

En el limes occidental del Imperio, en aparente calma, el campamento de la Legio VI se despereza al compás de los gallos de las cannabae y los gritos de los centuriones. Era por el mes dedicado al señor de la guerra y el cielo se desmoronaba en jirones blancos, monótonos y persistentes. Las cigüeñas, de vuelta ya de sus refugios de invierno, ensayaban planeos rasantes en busca de alimento; no habían aprendido aún a trazar vuelos góticos sobre la vertical de la Via Principalis, las Termas y el Praetorium.

Desde lo alto pudieron contemplar aquel día un bullir de extraño hormiguero que parecía sacudir los barracones de la Retentura. Se preparaba el relevo de los legionarios que se encontraban desde hacía tres meses ya, en las proximidades de la gran mina del Monte Medulio. Una parte del destacamento esperaría en Astúrica Augusta la llegada del oro extraído a lo largo de ese período, para servirle de escolta hasta CesarAugusta. Allí serían relevados, a su vez, y el apreciado metal seguiría por Tarraco Nova, el sur de la Galia hasta la capital del mundo.

Del recinto de los Principia emergieron las figuras de dos tribunos acompañando a un tercero que, por su atuendo, no era, seguramente, militar. Descendiendo la vía Principalis, tomaron la vía Decumana y, se dirigieron a los talleres situados al final de la misma, próximos a la puerta de salida de la citada calle. Cayus Lucinius Maximus, artesano llegado recientemente de Itálica, no había aún terminado de preparar el horno. Quinto Metelio se sentó junto al fuego; era tiempo de responder a las preguntas con las que le venían torturando, desde su llegada, sus amigos los tribunos. No era prudente hablar delante de desconocidos y aquel parecía uno de los lugares más seguros del campamento.

El régimen del terror se había instalado en Roma desde que Tiberio cediera sus poderes a Elio Sejano, insidioso prefecto de la guardia pretoriana e instrumento dócil del primero para desembarazarse de incómodos enemigos; hábil en conseguir forzadas adhesiones o a la hora de expropiar bienes en función de los antojos y extravagancias del “viejo caprino”.

Sabido es, sin embargo, que cualquier revolución parece siempre abocada a devorar a sus hijos y así, en ese año 31, según relataba el viajero, el emperador había mandado ejecutar a su otrora mano derecha, junto con sus partidarios y toda su familia (ni el horror ni las leyes perdonaron a su pequeña de 11 años, virgen).

La crónica de una muerta anunciada, probablemente; pero ¿quién hubiera podido adivinar un igual desenlace para Mario, el opulento banquero? Originario de la Bética, especializado en la minería del cobre, conocido por el convento astur, el más rico hispano, en aquellos días, y con amigos influyentes; el antojo de Tiberio por su hija Malonia, había supuesto, no sólo la confiscación de sus bienes sino la muerte de toda la familia.

Noticias poco agradables, aunque no inesperadas en el contexto en el que se degradaba el poder y el imperio mismo. Por otro lado, falto de herederos directos, no eran pocos los partidarios de un golpe de timón que viniera a restaurar los valores de una república romana que las guerras civiles, el ensayo de los triunviratos y un poder cada vez más personal y aplastante parecían haber enterrado de por vida. La utopía, presente siempre, en la mente de los menos acomodaticios.

Aquella misma tarde, parecía también llegada la hora de hacer negocios al amparo de las Termas del Campamento. El objetivo principal de Quinto Metelio había sido el de comprar varios caballos teldones, de esa raza que tanta fama había adquirido tras unas sangrientas guerras que trascendieron, incluso, los límites hispanos. Su intención era trasladarlos para ser vendidos en la Galia y, naturalmente, aprovecharía el acarreo del oro para acompañar, mejor protegido, a la caravana; con estos pueblos belicosos no se sabía nunca, aunque, a decir verdad, en cuestión de negocios, nunca había tenido con ellos el menor problema; un apretón de manos bastaba para sellar de por vida un acuerdo comercial. Sabía bien que se trataba de otra cosa y el gran Horacio lo había descrito perfectamente cuando apuntaba: el problema es que “no quieren someterse a nuestro yugo”. La libertad era, ¿cómo podía ser de otro modo? su aspiración más preciada. ¿Qué pueblo ha soportado nunca, siquiera con resignación, una esclavitud o una servidumbre?

Así transcurría, probablemente, un día normal en la vida de aquel campamento de los orígenes, con los problemas y las esperanzas, las preocupaciones y las incertidumbres, las aspiraciones y los anhelos, sin duda, en nada alejados de los nuestros.

Recuperamos el presente y enmudecen los recuerdos. Volvamos a nuestro paseo.


EL AGUA
(Jardín del Cid, ante el acueducto)

Arrumbado en este rincón donde los siglos han sabido unir los estilos más diversos que arquitectos hayan concebido, yace, como vieja e inservible barquilla, el breve recuerdo de un acueducto, que por centurias calmó la sed del viejo recinto campamental.

El agua, su presencia, su música, su misterio, su magnetismo; la vida que, en forma de arroyos domesticados, venía a cercar el poblamiento y penetrar hasta sus más recónditas entrañas. No bastaban, sin embargo, los pozos (algunos aún reencontrados) de vetas subterráneas, abundantes por estas tierras.

Pero existían aquellos dos ríos, elegidos para la historia, y no eran, precisamente, las obras, apellidadas públicas, las que hubieran disuadido a un romano que serpenteará con cientos de kilómetros de canales los montes Aquilanos al encuentro del oro.

Al parecer, dos presas, sendas captaciones robadas al Torío, allá por los pagos de San Feliz, pudieron constituir otras tantas arterias portadoras de una sangre necesaria para reconfortar al campamento. Viniendo del norte, una lamería, probablemente, el costado Este de la muralla y otra lo haría, sin duda, por un lugar próximo a la puerta Decumana, hoy Arco de Puerta Castillo o de la cárcel vieja, como repiten incluso los que no llegaron a conocer aquella turbadora realidad, aquella pequeña Bastilla.

¿Y nuestro anteriormente aludido acueducto?

Necesario es que un contingente militar contara con un aporte permanente de agua potable, tanto para las necesidades del consumo diario como de una deseable higiene por la que, como se sabe, tanto aprecio tenía la civilización surgida a orillas del río Tiber.

Una primera opción podría haber sido, sin duda, el monte Candamo, situado al Este, rico en manantiales y con la suficiente pendiente natural para traer, sin mayores problemas, el agua al campamento. Un pequeño inconveniente, sin embargo, planteaba un curso de aguas, el Durius, el Torío, que, con el tiempo, daría su sonoro nombre a la primera familia hispana a quien se concedió el honor de la ciudadanía romana.

Menos problemática resultaba una segunda alternativa. En las suaves colinas que se yerguen, cercanas hacia el norte, vivía, al parecer, una Xana; al menos eso dicen los que oyeron sus cantos entre los carballos del bosque sagrado. ¿Qué pueden representar algunos kilómetros cuando se trata de garantizar un agua tan cristalina y, al parecer, bendecida por los dioses vernáculos?

Así surgirá, entonces, nuestro humilde pero aguerrido acueducto; modesto sí, en su anchura y altura (apenas 55 centímetros), además de serlo por los propios materiales, pero no podemos decir otro tanto de su longitud que algunos aventuran en unos 10 kilómetros

Hoy ya no se trata, simplemente, de conjeturas, lanzadas al aire en poético paseo; las obras llevadas a cabo en varios lugares de la zona norte de una ciudad, que ha extendido sus tentáculos más allá de las previsiones y que nunca fuera así soñada por sus habitantes primeros, nos han dado la clave del enigma. Algunas veces de manera prevista, otras en forma de sorpresa, no siempre agradable, para los intereses de los directamente implicados en las mismas.

Partiendo de las Termas y por la calle de Serranos, remontaremos su curso hasta la salida por la Porta Decumana; casi en línea recta encontramos la actual Avenida de Álvaro López Núñez, subiremos hacia el barrio de San Esteban y por la prolongación del Padre Isla nos dirigiremos a la carretera de Carvajal.

Víctima de modernidades y de precipitadas intervenciones, una parte del acueducto fue sacrificada durante la preparación de un solar, con vistas a la construcción de uno de esos templos del culto al cuerpo, entre torturas, fatigas, angustias y olor a linimento. Paradojas de la vida, que unas modernas termas hayan supuesto un atentado contra el que alimentaba, sin duda, las primeras...

Hay otras amenazas que acechan en el tiempo; hoy, esta joven ciudad, de apenas 20 siglos, necesita un anillo que venga a vestir sus dedos y, paradójicamente, a liberarla de la esclavitud de un tráfico que amenaza con estrangularla. El trazado de la futura Ronda Norte podría dañar esa primera red de agua potable de hace 2000 años y que partía de un manantial aún desconocido.

Nuestra joven Xana, seguramente desencantada por vigoroso mozo en noche sagrada de junio, y muerto el cuélebre que la mantenía cautiva, abandonó, para siempre, su lugar de leyenda. Tiempo era, en realidad; el invasor romano impondría, aquí también, sus leyes y sus dioses, y Ninfas extranjeras, de inmaculados palios, ocuparían aquellos lugares, antaño reservados al panteón astur.

Sigamos al encuentro de los recuerdos


LA MURALLA / LAS OBRAS DE LOS HOMBRES
(Al lado de San Isidoro)

Últimos 20 años de un siglo anterior al misterio; el último ya para la oscuridad de los hombres. Imaginaria lápida donde, en borroso nombre, parece adivinarse una fecha ¿755 Ab urbe condita, quizás? Año 12, más o menos, del imperio de Augusto. El comienzo de todo.

Un ruido acompasado de hombres de armas rasga el silencio de un altozano entre dos ríos al parecer aún virgen para los hombres. Atrás, entre las brumas de las montañas, donde abreva el Astura, han quedado más de 10 años de sufrimiento, de muerte y de heroísmo. Otros tantos sembrando los campos de calzadas, de nombres y de lápidas para el recuerdo eterno. ¡Que la tierra te sea leve, partisano cántabro o astur, legionario romano, soldado anónimo al fin, víctima ofrecida en el altar del imperio!

¿Habrá llegado, definitivamente, el momento del descanso?

Cuatro legiones trazan ya los caminos del retorno, buscando otras fronteras a la historia de Roma. En los otrora lugares del conflicto, de acuerdo con los designios personales del divino Augusto, y cerrando las salidas de belicosas tribus, acampan tres legiones: la IV Macedónica, la X Gémina y la VI Victrix, conocida, muy pronto, con el nombre de Hispana.

Estancia temporal en el Lucus, con adjetivo egregio, pero ya nuevas órdenes apremian a traspasar unas montañas que, en sentido inverso, recorrerán, mil años más tarde, riadas de peregrinos en busca del misterio, de la trascendencia y de unos orígenes, en los confines de un contradictorio Finisterre. En el horizonte, Las Médulas, apenas profanadas y un descanso obligado en Astúrica Augusta, campamento más que probable de la X Gémina; la Urbs magnifica, cantada por Plinio.

Por fin la meta; han llegado a un lugar previamente elegido, con extremo cuidado, donde deberán edificar un campamento; ¿uno más, quizá? ¿Efímero, tal vez o gozará de alguna perspectiva de futuro? Las órdenes no han sido concretas, al respecto.

A pesar de estas prevenciones, se han cumplido, escrupulosa y religiosamente, todas las ceremonias y protocolos. Han pasado ya los augures; el vuelo de las aves ha probado la voluntad de los dioses y los sacrificios rituales cierran el círculo de los deseos. La puerta de un futuro, al parecer dilatado, se adivina en el horizonte de las premoniciones. ¡Que los hados nos sean propicios! Un murmullo de anhelos, apenas contenidos, salta de centuria en centuria.

Nada se inventa y nada se improvisa; en la mañana de aquel día, perdido definitivamente en el recuerdo, un destacamento había precedido a la Legio. El centurión, experto en topografía, había trazado con su groma el rectángulo, casi perfecto, apenas ligeramente achatado por el lado sur, que debía contener el campamento. Como mandaban las órdenes, las tres avenidas importantes del mismo estaban ya señaladas al filo de unas lanzas; cuatro puertas, bajo el símbolo (¿quizá premonitorio?) de una cruz más latina que griega; tiempo era de pasar a la acción.

La mitad de los legionarios seguiría su labor de vigilancia (nunca es bueno descuidarse frente a enemigos impredecibles) y la otra mitad comenzaría a cavar el foso, en forma de uve, que representaría el primer elemento defensivo. La tierra se amontonaría del lado del campamento hasta conseguir un terraplén, ligeramente inclinado y que sería cubierto, en días sucesivos, con tapines, abundantes, sin duda, en las zonas aledañas.

La tierra primigenia se había alzado sobre el horizonte; se había puesto en pie, por vez primera. Sobre esta inicial, pero efectiva muralla, una hilada continua de estacas puntiagudas. Tiempo habría de sustituirlas por un parapeto, incluso almenado, en el correr del tiempo; protección suplementaria para los vigilantes que, desde las alturas, llevarían a cabo sus preceptivas rondas.

Así fue, seguramente, el primer día, los primeros días de este campamento que el tiempo convertirá en ciudad y en Corte de reyes con vocación de imperio. No hemos podido sustraernos a esta referencia, ante unos muros sagrados que significaron, en tiempos no tan lejanos, la conjunción más perfecta de aquella dualidad medieval del Trono y el Altar. Pero debemos, a pesar del envite, apartar nuestros ojos y nuestra reflexión de una Basílica que viene siendo contada y cantada, es de rigor, en casi todas las rondas y paseos que por aquí transitan, tanto las organizadas por la Cofradía del Santo Cristo del Desenclavo como esas otras que denominamos el Paseo romántico de las fiestas de la ciudad. Mas, si hoy nos encontramos aquí, es únicamente, porque bordeando al Santo Isidoro por el costado sur-oeste, sirviendo de cimientos a los arcos que custodian la humanidad de nuestros reyes, siguen, marchitos, quizá desconocidos y seguramente olvidados, los restos de, al menos, dos de las ya probadas cuatro murallas sucesivas que protegieron la vida y los quehaceres de los que nos han precedido; y ello, sabido es, no solo en época romana.

Para muchos historiadores, la duda que se le planteaba al rey Alfonso III el Magno, entre Astorga y León, para hacer de una de ellas la capital de su reino, se vería disipada ante la contemplación de la muralla legada por Roma. Fuerte y maciza pero esbelta, impresionante y hermosa en su descarnada perfección, pero también maltratada y hasta derruida en algunos lugares, incluso bastante recientemente, como en la calle Carreras. Y, según cuentan, para que pasaran los cuatro coches que circulaban en la época; ¡fantástica visión de futuro, una vez más, por parte de algunos políticos!

Mejor nos callamos y nos vamos al punto siguiente de nuestro paseo.


LOS HOMBRES / HISTORIA DE LA LEGIO VI
(Zona de Puerta Castillo)

Dura y difícil había resultado la Guerra contra cántabros y astures. Sin duda más difícil de lo que un recién estrenado emperador hubiera podido pronosticar; necesitado como estaba de afirmar su supremacía sobre un enemigo que le venía impidiendo cerrar las puertas del templo de la guerra e inaugurar su particular era de Paz.

Dos viajes a Hispania, y habiendo trasladado a estas tierras las tropas con mejor historial militar, Octavio se jugaba su personal prestigio en el envite.

La conquista de estas tierras serviría no solo para que unos pueblos fueran inmolados a mayor gloria de este vanidoso Emperador sino que, probablemente, primaba otro interés, en este caso mucho más tangible; el limes del Noroeste de Hispania había custodiado durante siglos cantidades, entonces inimaginables, de un metal por el que los hombres no han dudado nunca en arrebatar la vida a sus semejantes.

Prolijo sería enumerar, la lista de las legiones que se vieron directamente implicadas en el conflicto. Al menos ocho, además de 4 alas y dos cohortes, lo que pudo sumar unos 80.000 soldados, participaron directamente en el mismo.

La rueda de la fortuna decidió que fuera la VI la que terminara fijando un campamento estable en una reencontrada Mesopotamia, en el interfluvio de dos aprendices de río, en un leve altozano despejado de bosques y traidoras montañas, vivas aún en el recuerdo colectivo de las legiones y tan proclives a la sorpresa y a la emboscada.

A pesar de no ser una de las legiones más veteranas, la VI ya contaba con una innegable experiencia y presentaba una envidiable hoja de servicios.

Apenas adulta, en su espléndida madurez de la cuarentena, había tenido la distinción de acompañar a César en la batalla de Zela, tras la cual fue pronunciado el famoso “vini, vidi, vici” ante el Senado de Roma. Entre sus hazañas se contaba también el privilegio de haber salvado a la ciudad imperial de una más que probable hambruna, desbaratando los insidiosos planes de Sexto Pompeyo, sublevado en Sicilia. La fama, sin embargo, le llamó desde Oriente, donde dos conceptos culturales, dos interpretaciones del mundo estaban destinadas a enfrentarse de forma irremediable.

La Batalla de Actium significó la tumba para los unos y la gloria para los vencedores; el destino jugaba a favor de Octavio y, con él, también de una de sus legiones preferidas.

Pero la rueda de la vida y de la muerte no sabe detenerse ni encuentra nunca sosiego. Se restañan las heridas, y con nuevos aporte humanos, algunos provenientes de su gemela, la VI Ferrata, que había apoyado, curiosamente, a Marco Antonio, se le asigna un nuevo destino, en los confines del mundo conocido. Hay que atravesar el Mare Nostrum, acompañar al emperador en la fundación de César Augusta y aportar su experiencia en una extraña, ruda y costosa guerra, entre las brumas de murallas soñadas por arriscada naturaleza y que llevarán para siempre el nombre de sus arrogantes e indómitos moradores: los cántabros.

Unos 15 años y, al menos, 8 legiones, un emperador en ejercicio y quien le sustituirá tras su muerte, y prestigiosos generales con entorchados de cónsules de Roma, entre los cuales Marco Vipsanio Agrippa, el más fiel colaborador del emperador; episodios que forjan leyendas, mitos de los orígenes de un pueblo, batallas de incierto resultado y lugares perdidos en la memoria de los siglos; caudillos que se inmolan para salvar a los suyos, gritos de horror y muerte que reproducen las gargantas de los montes...

La cruz, aquí también, impuso su silencio. Vadinienses, astures, esforzados guerreros que se convertirán ahora en la despensa humana de nuevas legiones, y alquilarán sus brazos buscando una salida que las leyes les niegan...

El tiempo en su avaricia impone nuevos ritmos; por más de setenta años, León será el cuartel de la Legio VI, ahora Hispaniensis y sin duda renovada con savia antaño enemiga; corre el año 63 y la legión, recibirá el apelativo que le acompañará para siempre; la Victrix, la vencedora. Su solo nombre impondrá respeto, su emblema que con orgullo lucirá el vexillario, un toro en actitud de embestir, se paseará por los limes más difíciles del imperio, pero antes hará incluso tambalearse las columnas de la orgullosa y corrupta Roma. Servius Suspicius Galba, procónsul en Hispania, encontrará en ella cumplido apoyo para acabar con uno de los símbolos eternos de la Tiranía, el odiado Lucio Domitio Ahenobarbo, según su nacimiento, pero que pasará a la historia con el nombre de Claudio César Augusto Germánico, Nerón.

Era ya el año 68 y se había producido el relevo. La VI Victrix entregaba el testigo a la recién creada Legio VII Hispana... pero eso será otra historia, seguramente más conocida.

Lejos quedarán aún los años en la frontera de Germania, a las orillas de otro río, el Rhin, la abortada conspiración contra Domiciano que le valdrá el título adicional de Pía Fidelis Domiciana, la fortificación de la frontera del Noreste y el encargo, en tiempos de Trajano, antiguo legado de la Legio VII, en un extraño cruce de destinos, de la defensa del limes más oriental de Europa, la frontera del Danubio.

Posteriormente será enviada a Britania para llevar a cabo esa obra que aún hoy nos sorprende y nos sobrecoge; el denominado muro de Adriano. En su base campamental de Eboracum (la actual York) y sumando a sus apelativos el de Británica permanecerá ya para siempre.

Aquí se pierden las huellas de unos pasos que, por todos los caminos del imperio romano, dejó aquella fundadora del primer campamento en tierras del Convento Astur, la Legio VI Victrix Pia Fidelis Britanica. Su nombre se había convertido en leyenda y la leyenda se confundía ahora con la historia. Corría el año 410 y el imperio romano había entrado en absoluta e irremediable descomposición.

Mas, ¿cuánto hay en el origen de estas tierras que lleve impreso el sello de la Legio VI? Los arqueólogos lo miden en restos constructivos que muestran jirones de vidas y costumbres, en tégulas sigiladas que aportan fechas y encienden tenues luces para interpretar otros hechos o en tumbas que rescatan nombres, recuerdos y nobles sentimientos... Pero ¿quién encontrará la piedra filosofal, el artilugio que mida, pese o calcule hasta dónde debemos nuestra existencia, lo que somos y lo que sentimos, a esos primeros hombres y mujeres (soldados o veteranos, mercaderes o funcionarios, artesanos o vividores, esposas o meretrices…) que, venidos de los lugares más diversos del imperio, arribaron a esta nueva tierra de promisión, en busca de oportunidades, para labrarse un porvenir, en el comienzo espiritual del mundo y en el comienzo de la historia de nuestra ciudad?

Termina este paseo por el pasado más remoto, en las fechas próximas al denominado Natalicio de las Aguilas, es decir, la ceremonia de la entrega de las armas a la Legión VII Hispana que, durante muchos años, se tomó como el día del nacimiento de esta Noble, real e imperial ciudad de León que, a muchos de nosotros acoge y que a nuestros visitantes sobrecoge. Es nuestra obligación cuidarla y exigir su cuidado; en suma, continuar la labor de creación desde ese primer momento de su historia, pero eso sí, respetando y valorando lo que otros han hecho; es nuestro patrimonio y, sin duda, nuestra única tabla de salvación en estos tiempos tan difíciles.

Muchas gracias a todos por la atenta escucha.

1 comentario:

Máximo Soto Calvo dijo...

Una primera ojeada, rápida, me aconseja leerlo con detenimiento, con regocijo y concentración para asimilar no ya sólo el estilo, sino la esencia de un canto a lo que fuimos y nos define, a pesar del abandono oficial de los vestigios...